El cocinero y exjudoca colombiano, fiel a una cocina olvidada, siente que las guías han condicionado a los restaurantes del mundo. Su propuesta se aleja de lo que estas imponen.
Hortensio en Madrid es una suerte de refugio. El local, que se trasladó este año al Hotel Fénix Gran Meliá en la calle Hermosilla, cuenta con 52 puestos, en una sobria sala con mesas vestidas con mantel blanco, con toques de color en alguna silla, en la vajilla y en las flores que van al centro.
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Es el nuevo espacio de Mario Vallés, que abrió en 2015 en el barrio Chamberí con 28 puestos, dando de qué hablar a legos e iniciados. El crítico español José Carlos Capel fue el primero en poner sus ojos sobre la cocina del vallecaucano radicado hace más de 20 años en Madrid. “En todas las recetas de Vallés se aprecian superpuestos dos estilos. Por un lado, la ortodoxia francesa, patente en la elegancia de sus presentaciones y en la finura de las salsas. Al mismo tiempo, la chispa de la cocina española contemporánea, con la frescura y ligereza que le son afines”. (El País del 17 de abril de 2015).
Así es la cocina de este profesional de los fogones, a los que llegó tras representar a Colombia en dos Juegos Olímpicos, gracias, sí, gracias a una lesión que lo llevó de la competencia deportiva a las sartenes, justo el lugar al que siente que pertenecen los cocineros; bueno, y a la sala, a donde le gusta terminar sus platos. Vivir con Sazón conversó con Mario en su nuevo Hortensio.
… en París me preguntaron qué me hacía feliz y respondí que lo que más me llenaba era servir, atender, es mi manera de ser y creo que tengo mucho por ofrecer; diez años después pienso igual, me gusta ver a la gente contenta.
Ya ha contado esta historia, pero recuérdenos cómo fue su paso del tatami a la cocina.
A mis 22 años, un año antes de los Olímpicos de Atenas, en plena preparación en Europa, tenía una lesión en la rodilla que requería una cirugía cuyo tiempo de recuperación ponía en riesgo mi participación. Me operaron e hice todo para acelerar el proceso, lo cual logré un poco forzado. En seis meses toqué el tatami, claro, con consecuencias; fue muy difícil, salí en la primera ronda. En la recuperación, un amigo me regaló un curso de cocina y fue amor a primera vista, se acabó y quería más; entré a estudiar la carrera en Madrid y cuando me gradué estaba en el proceso para participar en Beijing 2008, tras lo cual me bajé del tatami, hice una pasantía en Londres, me fui a Francia a hacer una formación en el Instituto Paul Bocuse en Lyon y luego a París a trabajar. Llegué sin hablar francés y me quedé cuatro años.
¿Cómo explica la tenacidad de ese cambio de rumbo, de país, qué lo mueve?
En una entrevista para trabajar en el Four Seasons en París me preguntaron qué me hacía feliz y respondí que lo que más me llenaba era servir, atender, es mi manera de ser y creo que tengo mucho por ofrecer; diez años después pienso igual, me gusta ver a la gente contenta. Estar frente a una brigada de cocina y servicio es exigente, pero cuando uno sabe lo que quiere, no importan las horas, menos en una actividad tan agradable, y mi manera de retribuir es entregándome ciento por ciento. No hay forma de describir mi felicidad cuando alguien agradece lo bien que comió; me mueve generar ese placer, el gusto por un oficio digno, que no es el show de la escena de restaurantes hoy, en la que el cocinero pasó de ser un gran desconocido a un gran conocido. Creo que un cocinero pertenece a un sitio, a su cocina, sin estridencias.
Su cocina es descrita como clásica, con influjo francés. ¿Eso qué significa?
Diría que mi cocina es una interpretación de clásicos con influencia francesa, con guiños a España y el uso de su gran producto. Hortensio no existiría en otro lugar, pues lo que preparo se basa en la despensa local y nacional. Tengo un gusto por esa cocina olvidada, que sirvo en coloridos platos en una vajilla de Corona, una forma de rendir homenaje a mi país, cuya cocina admiro, solo que no es lo que preparo.
Descríbanos algo de ese clasicismo.
Un buen ejemplo es el pichón, en el menú desde el inicio. La primera versión fue la pechuga; después hicimos uno estofado con todas sus partes (incluidas patas y alas); luego tuvimos uno muy interesante, inspirado en una preparación de finales del siglo XVI, un pithivier o empanada de hojaldre, cuyo origen se da en la práctica de la cacería de la aristocracia francesa, que al regresar de sus jornadas de caza menor (aves y roedores de pelo corto) desplumaban las aves, las despiezaban y hacían una farsa (relleno con setas, trufas y otros ingredientes). La de Hortensio con el pichón se cubre con una hoja de acelga y se hornea con hojaldre, un plato muy bonito y significativo. El pichón evolucionó hasta el actual, una declinación o uso de un producto de forma coherente para sacar varias versiones con distintos procesos.
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Otro de sus intereses es la filantropía. Cuéntenos al respecto.
Hacemos un evento fundacional anual. Empezamos con una cena de 1.000 euros y recaudamos 38.000 para la Fundación Aladina, que ayuda a niños enfermos de cáncer. El segundo, a favor de la fundación Notas de Paz, que opera en Cali ayudando a niños vulnerables a través de la música, recaudó 37.000 euros. Este año vamos por 40.000 euros para alimentar a niños venezolanos con la Fundación Latam FDF.
Para terminar, ¿qué es lo más bello de la cocina francesa y qué de la colombiana?
No sabría decirlo, ambas son bellas, ambas son polifacéticas, ambas son generosas, no hay una cosa que pueda decir que es lo más bello. Ambas cocinas son fabulosas, cada una en su forma.
La carta
El clasicismo de la cocina de Mario Vallés se evidencia en fondos y salsas elaborados por horas a partir de productos frescos de primera calidad; así como en preparaciones como la vichyssoise, sopa fría a base de puerros y papas y el foie, que en la carta actual de Hortensio va con ruibarbo y consomé especiado.